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Los mayores ladrones de arte de la historia: caballeros de día y rufianes de noche

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Los mayores ladrones de arte de la historia: caballeros de día y rufianes de noche

El robo de la Gioconda y sus 'replicantes'

Los mayores ladrones de arte de la historia: caballeros de día y rufianes de noche

Agentes de Policía y representantes del museo posan con La Gioconda, recuperada tras haber sido robada en 1911 en el Louvre, en París.

Unos son genios del disfraz, caballeros de día y rufianes de noche; otros, tipos anodinos difíciles de pillar; y algunos, absolutos profesionales con banda organizada. Trabajan sin violencia, incluso dejando una tarjeta con su firma en un alarde de chulería. te contamos la historia de los auténticos Arsenios Lupin, cuyas hazañas recoge un nuevo libro que muestra que algunas veces sus robos son también 'obras de arte'.

Viernes, 14 de Noviembre 2025, 10:21h

Tiempo de lectura: 9 min

El 22 de agosto de 1911, martes, el pintor Louis Béroud acudió al Museo del Louvre a continuar copiando La Gioconda, de Leonardo da Vinci. Pero el cuadro no estaba en su sitio. Había un espacio en blanco en la pared. Preguntó por la obra. Los vigilantes no habían alertado de su ausencia porque creyeron que se lo habían llevado para fotografiarlo o examinarlo. Hacia el mediodía se dieron cuenta de que el lienzo no estaba en la pinacoteca. 

Cerraron las puertas del Louvre y comenzó su búsqueda. A la semana siguiente, el museo batió el récord de visitas: el público acudió en masa a ver el hueco que La Gioconda había dejado. Con su desaparición, la obra multiplicó su interés, se disparó su fama, arrancó su leyenda.

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El pícaro italiano. Vincenzo Peruggia, pintor de brocha gorda, robó La Gioconda en 1911 en el Louvre y la guardó debajo de su cama durante más de dos años. Lo pillaron cuando quiso venderla.

Estuvo desaparecido dos años y 111 días. La Policía sospechó de Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire porque habían estado enredados en el robo de unas estatuillas del Louvre, en lo que fue una gamberrada vanguardista. Pero este robo lo había protagonizado un hombre gris, Vincenzo Peruggia, un pintor de brocha gorda italiano que trabajaba en la empresa Gobeir, instaladora de vitrinas. Conocía La Gioconda porque había instalado su vitrina.

Lo robó el lunes 21 de agosto, día de cierre del museo. Entró vestido de operario. Lo descolgó, tiró el marco debajo de una escalera, se escondió el lienzo bajo su bata blanca y salió tranquilamente. Un golpe perfecto: nadie sospechó de él, la Policía no le molestó nunca.

Vincenzo Peruggia entró al Louvre vestido de operario, descolgó 'La Gioconda', tiró el marco debajo de una escalera, escondió el lienzo bajo su bata blanca y salió tranquilamente

Escondió el cuadro bajo su cama, en su modesto apartamento parisino, y ahí se habría quedado para siempre. Pero Vincenzo decidió venderlo y por eso lo pillaron. Dos años después, en 1913, lo llevó a Italia y envió al anticuario Alfredo Geri un mensaje –que firmó como Leonardo– para ofrecerle la venta del cuadro. Geri contactó con el director de la Galería de los Uffizi y con la Policía italiana. Se citaron con Peruggia. Se quedaron perplejos al comprobar que tenían ante ellos a la auténtica Gioconda. Al salir del encuentro, la Policía capturó a Vincenzo Peruggia.

Lo juzgaron en Italia y lo condenaron a siete meses de cárcel. Él había alegado que sus intenciones eran patrióticas, que quiso devolver el cuadro que «Napoleón había robado a Italia». Eso no era cierto: La Gioconda la llevó Leonardo a Francia cuando trabajó para el rey Francisco I.  

Adam Worth: el genio del disfraz que inspiró a Sherlock Holmes

Otro ladrón legendario, Adam Worth, también logró ocultar su tesoro durante mucho tiempo. Robó, en 1876, en la Galería Thomas Agnews & Son de Londres el elegante Retrato de Georgiana, duquesa de Devonshire, de Thomas Gainsborough, que la pinacoteca acababa de comprar en Christie's por una cifra de récord: 10.000 libras. Y se lo quedó durante 25 años.

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Adam Worth.

Lo acabó devolviendo a cambio de dinero. Worth no fue en absoluto convencional. Fue un ladrón mítico, un genio del disfraz. Un Arsenio Lupin de verdad. Vivió con distintas identidades, se movió en altas esferas aparentando ser un caballero respetable mientras continuaba robando. A llevar esa doble vida lo ayudaron su aspecto –era apuesto y con buena planta–, su astucia y su descaro. Era un maestro de la mentira y un gran actor. Sus modales eran excelentes y jamás utilizó la violencia. 

Cuando era un joven timador y espabilado ladronzuelo se asoció con un ladrón de cajas fuertes y se fueron de gira rapaz por Europa. Worth frecuentaba locales de moda con trajes hechos a medida mientras reclutaba una banda. Montó su cuartel general en el American Bar de París. Allí lo reconoció una noche Allan Pinkerton, el fundador de la famosa agencia de detectives, que ya andaba tras él. 

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Georgiana, duquesa de Devonshire, retratada por Thomas Gainsborough.

Worth se convirtió en «el cerebro de una de las redes criminales más sofisticadas y discretas», explica Ana Trigo, autora de Ladrones de arte (Ariel). No era un delincuente común. No toleraba la brutalidad ni la violencia. «Fue un ladrón bastante honorable. Y el más hábil. También asaltó trenes», dice Ana Trigo. Tenía una banda bien organizada y una amplia red de informantes. En público era un caballero, casado, padre de familia, a la que mantenía al margen de su actividad delictiva. 

Worth, que usaba una identidad falsa, mantuvo durante décadas una doble vida. Pero cometió un error en 1892 al visitar en la cárcel a su antiguo socio, el ladrón de cajas fuertes. Esa visita, que no cuadraba con su vida de caballero, alertó a la Policía.

Ya lo estaban vigilando cuando cometió un golpe (el robo de unos diamantes) que salió mal. No opuso resistencia cuando lo detuvieron. Lo condenaron a siete años de cárcel. Cumplió tres y regresó a Estados Unidos. Allí negoció –con la mediación de William Pinkerton (hijo de su antiguo perseguidor)– la venta del retrato de la duquesa de Devonshire a la galería a la que se la había robado a cambio de 25.000 dólares.

Se realizó el intercambio en Chicago en marzo de 1901. Y se hizo otro trato: el hijo de Worth se formaría como detective con los Pinkerton. Adam Worth vivió tranquilo con el dinero obtenido y murió en 1902. Se cree que Arthur Conan Doyle se basó en él para crear al malvado Moriarty, el enemigo de Sherlock Holmes. 

Vincenzo Pipino: el caballero ladrón que hasta limpiaba después de robar 

También fue muy hábil Vincenzo Pipino. Y desde muy pronto. A los 15 años trepaba por la fachada del Teatro Malibran de Venecia, se colaba por una ventana, abría una puerta lateral y cobraba la entrada a chicos del barrio a un precio barato. Esa actitud de 'ayuda' a los pobres y la pericia trepadora la mantuvo siempre Vincenzo Pipino, 'el caballero ladrón', un veneciano de familia humilde nacido en 1943 cuyas peripecias encajan en una película de robos de guante blanco. 

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Vincenzo Pipino.

Fue muy activo. Cuenta Ana Trigo que cometió más de 3000 robos en museos, galerías, bancos y casas, unos 500 asaltos a joyerías y se llevó cerca de 3000 kilos de oro. Un ejemplo: en 1972 entró, impecablemente vestido, en el Consulado de Suiza en Venecia, abrió la caja fuerte y salió 20 minutos después tan tranquilo con 150 millones de liras. 

Trabajó siempre con un código ético muy particular. Procuraba no dañar nada ni manchar. «Cuando vaciaba un azucarero, extendía antes un paño para que el contenido no se desparramase», cuenta la autora de Ladrones de arte. Al irse, dejaba todo como estaba y dejaba una nota con su firma: «V».  

Pipino insistía en distinguir entre ser ladrón y ser criminal. Para él, robar sin violencia respetando el objeto era un arte casi, «una suerte de duelo entre inteligencia y descuido»

Era muy meticuloso. Se ponía unos calcetines encima de los zapatos para no hacer ruido cuando escalaba las fachadas. Solo robaba obras fáciles de colocar en el mercado. Y solo piezas de buen gusto. Además, protegió a su manera la riqueza artística de su ciudad. Una vez le encargaron robar unos Bellinis y, como supuso que nunca regresarían a Venecia, alertó a la Policía para que reforzaran la vigilancia.

En otras ocasiones guardaba las piezas robadas (a menudo en góndolas) y luego pedía un rescate por ellas. También entabló una relación de respeto mutuo con su perseguidor, el inspector Antonio Palmosi. Se citaban en el café Florian, Pipino «ofrecía pistas veladas que solían acelerar la recuperación de las obras, siempre a cambio de una indulgencia implícita que mantuviera vivo el juego», explica Ana Trigo. 

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Madonna con el niño, de Alvise Vivarini, una joya del Palacio Ducal, robada por Pipino.

En una ocasión, la mafia le encargó robar la Madonna con el niño, de Alvise Vivarini, una joya del Palacio Ducal. Pipino entró la noche del 9 de octubre de 1991 con el último grupo de turistas. Se coló en un calabozo vacío de la antigua prisión y esperó al relevo de los vigilantes de la noche. Cruzó el puente de los Suspiros y llegó a la sala de los Censores, tomó el lienzo y lo envolvió en una manta acolchada. Por corredores y puertas laterales llegó hasta un almacén con salida al canal. Allí esperaba un miembro de la mafia en una lancha con motor silencioso. Luego, Pipino hizo una llamada anónima a la Policía y pactó la devolución del cuadro a cambio de que no se reforzara la seguridad de los museos.

No siempre se salió con la suya. Lo capturaron en 1993 y lo acusaron de intermediar en el tráfico de drogas. Él lo negó, pero lo condenaron a diez años de cárcel. En prisión estudió Derecho, peleó por él y ayudó a otros reclusos. Salió nueve años después convertido en abogado de delincuentes sin medios.

Ahora es asesor de familias ricas que quieren reforzar la seguridad de sus bienes. Y cobra bien: hasta 2000 euros por consulta. También ha escrito libros: Robar a los ricos no es pecado y El señor de las góndolas. Dice Ana Trigo que «insistió siempre en distinguir entre ser ladrón y ser criminal. Para él, robar sin violencia respetando el objeto y al propietario era un arte casi extinto, una suerte de duelo entre inteligencia y descuido que pocos saben interpretar ya».

Stéphane Breitweiser: el camarero, su novia y la madre destructora

Uno que sí lo sabe hacer es Stéphane Breitwieser, todo un campeón del oficio. Ha reconocido haber robado 239 obras de arte, valoradas en más de 1500 millones de euros sacados de unos 170 museos, iglesias, galerías y casas de subastas. Se ha llevado obras de grandes maestros y libros, tapices, joyas, armas, instrumentos musicales... Y lo ha hecho solo ayudado por su novia, la enfermera Anne-Catherine Kleinklaus. No vendía lo robado, lo guardaba en casa de su madre. ¿Quién iba a sospechar que un camarero de aspecto anodino era el mayor ladrón de arte del mundo?

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Stéphane Breitweiser.

Robar era una pulsión irrefrenable para él y su novia. Ella vigilaba y él actuaba; se escondían las piezas entre la ropa y salían tranquilamente. Escogían museos pequeños, aprovechaban los cambios de turno de los vigilantes, no rompían nada y, para evitar una rápida reacción de los guardas, ponían en las estanterías vaciadas una tarjeta que decía «objeto retirado para estudio». A veces tardaban semanas en darse cuenta del robo.

Breitwieser era muy descarado: Charlaba con el vigilante cuando terminaba el robo y una vez llamó a la policía por un arañazo en su coche cuando tenía el maletero lleno de piezas sustraídas

La pareja se fue envalentonando. A veces, al salir, se paraban a charlar con el vigilante. Una vez, Breitwieser llamó a la Policía porque le habían arañado el coche... y tenía el maletero lleno de piezas robadas. Y en varias ocasiones regresó a robar de nuevo al mismo sitio. Pero en 2001 un vigilante lo reconoció. Lo detuvieron. Breitwieser avisó a su madre y ella destruyó las obras que guardaba en su casa. Quemó cuadros, tallas de madera y libros; echó piezas de todo tipo a la trituradora de basura; lanzó al río joyas, cerámicas, relojes y jarrones... Se calcula que, entre otras cosas, destruyó 60 obras maestras, algunas de Lucas Cranach el Joven, Brueghel el Viejo o Watteau. Una tragedia.

A Breitwieser lo condenaron a tres años de cárcel y cumplió dos. A su novia le cayeron seis meses; y a su madre, 18. Muy poco teniendo en cuenta el valor millonario de lo robado. Salió de la cárcel en 2006. Y volvió a las andadas. Varias veces lo pillaron y reincidió: lo detectaban porque vendía lo robado por Internet. Y de nuevo el castigo fue mínimo: arresto domiciliario. Las penas por robo de arte en España van de tres a cinco años. Según el artículo 235 del Código Penal, el que se trate de «cosas de especial valor artístico, histórico, cultural» es un agravante.