Viernes, 14 de Noviembre 2025, 10:32h
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Muchos de los relatos de la ciencia ficción se han demostrado, con el paso del tiempo, proféticos. Sus autores, auténticos visionarios capaces de vislumbrar realidades que en su tiempo podían parecer inconcebibles, anticiparon con la imaginación lo que el desarrollo científico y tecnológico haría posible décadas más tarde. Es el caso, por ejemplo, de Julio Verne, que predijo la invención de artilugios tales como la televisión, el submarino o las naves espaciales. O el de Karel Capek, que anticipó la creación de máquinas que sustituirían el trabajo del hombre, llegando incluso a usurpar su puesto en la sociedad, a las que designó con el nombre de 'robots'. Y, por si fuera poco, la influencia de estos relatos especulativos ha desbordado con creces el ámbito meramente científico, para invadir los ámbitos de la política y sociología, como ocurre, por ejemplo, con autores como George Orwell o Aldoux Huxley, que anticiparon nuevas formas de tiranía, con vigilancia omnipresente, lenguaje manipulado y entretenimiento 'inmersivo' e idiotizante, delicatessen sobre las que se asientan nuestros maravillosos y opíparos regímenes democráticos.
Que Wells no haya tenido en sus novelas la presciencia de Verne no le resta valía literaria
Entre todos los autores clásicos de ciencia ficción tal vez sea Herbert George Wells (1866-1946) el que haya conseguido mayor reconocimiento literario, con obras tan emblemáticas como La guerra de los mundos, La máquina del tiempo o El hombre invisible; sin embargo, ninguna de sus anticipaciones ha llegado a realizarse. Un siglo después de que Wells las urdiese, sus novelas permanecen, en efecto, en su mundo de ficción: ni los hombres hemos viajado al futuro, ni los marcianos han invadido nuestro planeta, ni la invisibilidad ha eliminado nuestra pobre envoltura carnal. Quizá mi favorita entre todas las novelas de Wells sea La máquina del tiempo, donde su autor todavía no se ha entregado completamente al pesimismo aciago en el que acabaría chapoteando en sus postrimerías. La novela contiene reflexiones sobre algunas de las obsesiones más recurrentes de Wells (el comunismo y el darwinismo, especialmente), mezcladas con una intención moralizante acaso demasiado subrayada, que alerta sobre la posibilidad de un futuro inhabitable. La división de la Humanidad en dos razas contrapuestas (e igualmente deshumanizadas), una bella y blanda que habita de la superficie, otra monstruosa confinada en el mundo subterráneo, constituye una alegoría del destino atroz al que nos conducen las diferencias de clases; y el fin inexorable –nos alerta Wells– de una Humanidad deshumanizada, sin solidaridad ni arrojo, es la mera extinción.
Cuando aprovechaba su singular facultad para soñar (sobre todo pesadillas), Wells resultaba un narrador insuperable en artificio, técnica, finura, fuerza plástica, humorismo, variedad y penetración intelectual, aunque su concepción maniquea del universo lo inclina siempre a la desesperación, pese a sus proclamas progresistas (o tal vez por ello mismo). En cambio, cuando prueba a escribir libros con programas para reformar el mundo y crear paraísos en la tierra (manía mesiánica que fue ahondándose a medida que se iba haciendo viejo), sus libros resultan unos tostonazos de padre y señor mío, tan prolijos como grotescos; y con frecuencia contradictorios entre sí, aunque coincidentes siempre en su odio machacón al cristianismo. Hombre de orígenes humildes, salud robusta, vida sentimental tumultuosa y hábitos de trabajo muy disciplinados, medio comunista y medio socialista, aunque siempre muy inglés y tenazmente antirreligioso, Wells fue evolucionando desde el optimismo eufórico de la juventud, propio de quien cree poder arreglar el mundo en un santiamén, hasta el amargo desconsuelo de sus últimas obras, donde declara sin ambages que la especie humana va al desastre, que no hay salida posible para este callejón sin salida en el que ha entrado la Humanidad, que el Homo sapiens ha agotado su ciclo y que otro animal debería venir a tomar su testigo, siguiendo las leyes del darwinismo.
Las anticipaciones literarias de Wells no han llegado a realizarse; aunque, en lo que se refiere a los viajes en el tiempo, siempre podría alegarse que nuestra vida es un constante viaje a la velocidad de una hora por hora. Pero que Wells no haya demostrado en sus novelas la presciencia de –pongamos por caso– Verne no les resta ni un ápice de su valía literaria. En cambio, sus visiones políticas sobre el porvenir y sus delirios darwinistas nos resultan hoy, amén de tediosos, completamente equivocados (de ahí que ya nadie los lea). Cuando uno profesa ideas erróneas o dementes, conviene dedicarse a la pura y amena literatura.
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