Viernes, 14 de Noviembre 2025, 10:31h
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Se dice que Munch caminaba al atardecer por un sendero en Ekeberg, cerca de Oslo, cuando el cielo se tiñó de rojo sangre. Algo se quebró en su interior. No fue solo el paisaje, fue la certeza repentina de que el universo entero aullaba. Él mismo lo anotaría: «Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza». De ese instante nació el cuadro que todos reconocemos, aunque pocos hayan estado frente a él. Esa criatura andrógina, ese espectro de carne que se lleva las manos a la cabeza mientras su boca se abre en un alarido silencioso.
Los periódicos conservadores lo ridiculizaron, pero los artistas jóvenes reconocieron en esa figura deformada algo que las academias jamás habían permitido: la verdad del sufrimiento sin filtros estéticos
Edvard Munch nació en 1863 en una Noruega rural y religiosa. A los cinco años perdió a su madre por tuberculosis. La misma enfermedad que se llevaría a su hermana favorita, Sophie, cuando él tenía catorce. Su padre, médico militar, se refugió en un protestantismo fanático que llenó la casa de sombras y culpas. Otra hermana acabó internada en un manicomio. El propio Munch pasaría temporadas en clínicas psiquiátricas, huyendo de lo que él llamaba sus «demonios». La muerte y la locura no fueron temas que eligiera pintar: fueron la herencia que no pudo rechazar.
Estudió arte en Christiania, como entonces se llamaba Oslo, pero la verdadera educación llegó en París y Berlín, donde el simbolismo y el expresionismo naciente le dieron permiso para pintar lo invisible: el miedo, la soledad, el deseo enfermizo. Vivió durante años en la pobreza, bebiendo demasiado, enamorándose de mujeres casadas o inaccesibles, acumulando rechazos y escándalos.
Munch pintó el cuadro en 1893, en plena vorágine de dolor personal. Su hermana Laura acababa de ingresar en un hospital psiquiátrico. La enfermedad mental rondaba su familia como un depredador paciente.
Cuando El grito se exhibió por primera vez en Berlín, la crítica alemana lo tachó de degenerado, de enfermizo, de obra de un loco. Decían que mirarlo demasiado tiempo provocaba náuseas. Algunos visitantes exigieron que lo retiraran de la exposición por considerarlo obsceno. Los periódicos conservadores lo ridiculizaron: «¿Esto es arte o el garabato de un demente?». Sin embargo, un grupo de artistas jóvenes lo defendió con fervor. Reconocieron en esa figura deformada algo que las academias jamás habían permitido: la verdad del sufrimiento sin filtros estéticos, sin noble compostura.
En Noruega, la recepción no fue mejor. Sus compatriotas lo consideraban una vergüenza nacional, un pintor de horrores que manchaba la imagen de un país que intentaba construirse una identidad respetable. Munch respondió mudándose, pintando más, gritando más fuerte en sus telas.
Durante décadas, los historiadores del arte han debatido qué representa exactamente esa figura. Algunos dicen que es el propio Munch sintiendo el pánico existencial. Otros, que es la naturaleza misma gritando, y el personaje solo escucha, horrorizado, ese lamento cósmico. Hay quien ve en el cuadro el eco del volcán Krakatoa, cuya erupción en 1883 tiñó los cielos europeos de tonos apocalípticos durante meses. Y están los que leen en esos colores turbios, en esas líneas ondulantes, la representación visual de una crisis nerviosa, el paisaje interior de alguien que se desmorona.
Munch mismo hizo cuatro versiones del cuadro. Como si necesitara exorcizar el grito una y otra vez. Como si una sola vez no bastara para expulsarlo. Vivió hasta 1944, lo suficiente para ver cómo los nazis catalogaban su obra como 'arte degenerado' y la retiraban de los museos alemanes.
Lo curioso, lo inquietante, es que si miras más allá del horror que ocupa el primer plano descubres que la escena no está vacía. Al fondo, sobre el puente de madera, caminan dos figuras. Dos siluetas oscuras, impasibles, ajenas. Siguen su camino como si nada ocurriera. Como si el grito fuera inaudible. Como si el dolor de ese ser que se retuerce fuera invisible para ellos. Y ahí reside quizá el verdadero misterio del cuadro: no la figura que grita, sino esas dos que no escuchan. Esas dos que nos recuerdan que el sufrimiento, casi siempre, es una experiencia en soledad.
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