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Patente de corso

Ninfómanas y pichabravas

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 14 de Noviembre 2025, 10:30h

Tiempo de lectura: 4 min

El lenguaje es una trampa elegante, una máquina de poder disfrazada de diccionario. Lo dijo un fulano con acento francés y barba de catedrático: quien nombra, manda. Porque las palabras no solo describen, sino que deciden a quién aplaudir y a quién llevar al paredón. Y en esa tómbola del idioma español pocas palabras son tan significativas de lo que somos, fuimos o nunca dejamos de ser, como ninfómana y pichabrava. Las dos calcan con precisión quirúrgica nuestra moral sexual de toda la vida. La primera viene del griego –nymph¯e, ninfa; manía, locura–. O sea, una ninfa loca. El término viajó con toga romana, pasó por los conventos medievales y aterrizó en el siglo XIX, donde los médicos de entonces, entre cigarro y cloroformo, diagnosticaban ninfomanía a cualquier mujer que demostrara más apetito sexual del que su esposo estaba dispuesto a conceder. Era el tiempo en que la histeria femenina se curaba con masajes pélvicos y duchas de agua fría, y el deseo femenino se clasificaba como patología nerviosa. Freud hizo negocio con eso. Si goza, está reprimida; y si no goza, también, dijo el muy cabrón. Ciencia moderna, la llamaban.

El lenguaje popular, en su infinita sabiduría, siempre ha sabido a quién fusilar en la cuneta. A las mujeres, términos punitivos. A los hombres, epítetos de campeones

La ninfómana fue la gran invención médica: una excusa elegante para decir «no es que le guste la candela, es que está enferma». Así, la sociedad podía ir tranquila a misa de ocho. Pero el varón no necesitó diagnóstico. Cuando un pavo mostraba idéntico apetito no lo medicaban, sino que lo felicitaban. Se inventó para él otro mito más simpático: el sátiro, criatura del bosque. En los libros de mitología, el sátiro era un sinvergüenza adorable; en los de medicina, ni salía. Su exceso de deseo era prueba de buena salud. En la América hispana tuvo su versión criolla: pichabrava. Maravillosa palabra, de las que se sueltan entre risas y con una palmada en la espalda. El pichabrava es un campeón, un héroe de cantina. El término no insulta, admira. Es vocablo de potencia, virilidad, éxito, elogio fálico con denominación de origen. Y qué ironía: ambas palabras –ninfómana y pichabrava– nombraron lo mismo, el deseo desbordado. Pero uno venía con camisa de fuerza y otro con medalla de oro y la próxima copa la pago yo.

El lenguaje popular, en su infinita sabiduría, siempre ha sabido a quién fusilar en la cuneta. A las mujeres, adjetivos punitivos: ninfómana, histérica, desvergonzada, ramera. A los hombres, epítetos de campeones: donjuán, conquistador, castigador, burlador, semental. Y aunque el castellano se moderniza, ni el diccionario que lo observa se libra: la virgen es virtud; el donjuán, seductor; la ninfómana, insaciable. Lo divertido es cómo cambia la forma y se conserva el fondo. Durante el XIX, la cosa pasó de los consultorios a los salones. Los novelistas inventaron señoras que morían de deseo mal encauzado. Luego la cosa cambió a diagnóstico psiquiátrico. Sólo hace poco se suavizó en los manuales, sustituida por el más aséptico trastorno hipersexual. Mismo perro, otro collar. El lenguaje cumpliendo la vieja función social de policía. 

Y mientras, el jacarandoso pichabrava siguió feliz, riéndose en los casinos y los bares. Ningún comité médico le metió mano. El deseo masculino, naturalizado; el femenino, fiscalizado. Así estuvimos siglos: ellos con licencia para picotear, ellas con obligación de justificarse. Y así seguimos, a pesar de los que ahora, ellos, ellas y elles, se dicen rompedores, los tiñalpas, echando la culpa al diccionario que, por fortuna, levantó acta notarial de todo. Como si eliminar un sustantivo desmontara treinta siglos de estructura mental. 

Las verdaderas revoluciones femeninas no las hicieron los lingüistas espontáneos de Twitter, sino las mujeres que sin hashtag ni pancarta se jugaron el cuello desde siempre. Ahí están Rahab, Tamar, Judit, Betsabé, María Magdalena y compañía, esas pecadoras bíblicas que torearon leyes divinas y humanas a fuerza de inteligencia y coraje, haciendo feminismo antes de que la palabra existiera. Después, Cervantes las metió en la literatura: Marcela, Dorotea, Preciosa... Mujeres que no se pintaban la cara de morado ni alardeaban de idiotas sin complejos, pero tenían más dignidad que todo un Parlamento español. Porque todavía hoy (2025) enarcamos una ceja ante el deseo de una mujer y miramos al macho de turno –hasta que pierde los papeles como Errejón– con la misma indulgencia que al torero. El lenguaje no cambia si no cambia la mirada, que es más vieja que las palabras. Así que deberíamos sobar menos el diccionario y mirar más la Historia. Ahí están las auténticas rebeldes, las que amaron y sobrevivieron mientras les poníamos crueles etiquetas: ninfómanas, rameras, pecadoras. Cuando sólo eran mujeres libres. Y todavía hoy, en esta España más falsa que un euro de mortadela, ser de verdad libre sigue siendo lo más grave.