Habla Dick Van Dyke
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Habla Dick Van Dyke
Viernes, 12 de Diciembre 2025, 10:08h
Tiempo de lectura: 6 min
El 13 de diciembre he cumplido 100 años. Soy un superanciano. Hablando ahora desde esta posición centenaria, aquí van algunas lecciones para la vejez.
Igual que aquellos viejos personajes míos, como el malvado señor Dawes que interpreté en Mary Poppins, ahora soy un hombre encorvado. Tengo problemas en los pies y me tumbo bocarriba tan a menudo como la educación lo permite. Aquellos ancianos falsos chasqueaban sus dentaduras. Yo mastico chicle de nicotina todo el día, todavía, décadas después de haber dejado de fumar. Me cuesta seguir conversaciones en grupo y me quejo a menudo de mis audífonos. A la hora de comer derramo cosas y, cuando mi mujer, Arlene, me pide que me ponga una camisa sin manchas antes de salir, pierdo la paciencia. «Tiene arándanos por todas partes», me dice. «¡El lunar vuelve a estar de moda!», le contesto.
Pero lo superficial, el desgaste físico, es casi lo único que comparto con los ancianos que interpreté en su día. Gracias a Dios, por dentro soy tan distinto de ellos como es posible.
Aquellos tipos que interpretaba eran puro vinagre. Y, por si esa palabra suena anticuada, lo traduzco: irritables y de lengua afilada. Además, muchos de los viejos que interpreté llevaban consigo una tristeza de fondo. Sus mejores años habían quedado atrás. Eran reliquias polvorientas olvidadas por el mundo. Y lo entiendo, claro que sí. Aunque todavía hago apariciones en televisión, echo de menos ir al estudio cada día. Y extraño a mis amigos de toda la vida; todos han muerto, lo cual es tan triste como suena. Es frustrante sentirse disminuido física y socialmente. Me invitan a eventos, pero viajar me deja tan agotado que tengo que decir que no. Casi todas mis reuniones con gente tienen que ser en mi casa. A eso hay que añadir que los acontecimientos recientes –y los que siguen ocurriendo– pueden amargar a cualquiera, joven o viejo. Cada día caigo en una espiral de angustia por el caos y la crueldad que quienes ostentan el poder están infligiendo al mundo entero. Así que sí, supongo que a ciertas horas del día soy el viejo gruñón que le grita a la tele. Pero esa no es mi esencia. Y, sinceramente, tampoco es la esencia de nadie.
Nadie nace genéticamente amargado. Sin importar nuestras circunstancias, todos tenemos la capacidad de llevar una vida alegre. He llegado a los 100 en buena medida porque me he negado a rendirme ante lo malo de la vida: fracasos, derrotas, pérdidas personales, soledad y amargura, los dolores físicos y emocionales de envejecer. Todo eso es real, pero no he permitido que me definiera. En su lugar, he vivido dando un gran abrazo de oso al hecho mismo de estar vivo.
A medida que envejezco, he comprobado que la vida es, cada vez más, una comedia de errores. Así que, si no puedes reírte de ti mismo, vas a tener un gran problema. En lo esencial, las cosas que han mantenido mi vida alegre y plena son bastante simples: el amor, hacer lo que amo y reírme mucho. Déjame mostrarte qué significa eso en la práctica. Para despegar al viejo gruñón del televisor, mi mujer se pone a bailar. Siempre, uno de los dos empieza a cantar y el otro se une. Y acabamos marcándonos un pequeño balanceo o unos pasitos suaves ahí mismo.
Conocí a Arlene en 2006 y enseguida se convirtió en mi alma gemela y el amor de mi vida. Sin duda, nuestro amor constante es la razón más importante por la que no me he marchitado en un huraño ermitaño. Arlene tiene la mitad de mi edad, y consigue que me sienta como si tuviera entre dos tercios y tres cuartos de mi edad real, lo cual es mucho decir. Cada día encuentra una nueva manera de mantenerme en pie y en movimiento, animado, esperanzado y con un propósito.
Tengo un grupo a capela, los Vantastix, y seguimos actuando. Los demás son todos décadas más jóvenes que yo, lo que ha tenido un efecto rejuvenecedor durante estos 25 años que llevamos juntos. Cuando cantamos, mi corazón simplemente se eleva. Porque sigo haciendo lo que amo.
Jugar nos salía natural a todos cuando éramos niños. Luego, en algún punto del camino, algunos decidimos que teníamos cosas más importantes de qué ocuparnos y dejamos de hacerlo. Por suerte para mí, pude seguir jugando durante toda mi carrera. La comedia, el canto y el baile siempre fueron mi manera de sentir y expresar una alegría sencilla y pura. Hoy por hoy tarareo mientras hago toda mi rutina diaria, gasto bromas e inocentadas… solo por diversión.
Puedes recurrir al juego para hacer que casi cualquier cosa se vuelva más divertida: una visita familiar tensa, un viaje aburrido en coche, una tarea que detestas, la espera ansiosa en la consulta del médico.
A medida que todas estas pequeñas experiencias se van acumulando, cambia tu forma de vivir. ¡Todo tu ser se vuelve más ligero!
Me gusta recordar de vez en cuando, pero no quiero vivir en el pasado. Nadie quiere escuchar a viejos divagar. Yo incluido. Y especialmente sobre cosas que ya no importan. ¡Hablemos del presente, si no del futuro!
El 'mirar con ojos vidriosos' es un buen barómetro interno, tanto si es otra persona la que se queda atascada en lo que ya pasó como si soy yo. Si noto que la energía se me escapa de la voz o que el cerebro se me afloja, es una señal clara de que estoy cayendo demasiado hondo en la tierra de los recuerdos. ¡Despierta, Dick! ¿Qué –o quién– tienes justo delante, ahora mismo? ¡Agarra eso, lánzate! En cuanto empiezo a sentir un pequeño acelerón, esa es mi cuerda de salvamento de vuelta al presente.
Y, respecto al futuro, tengo una pequeña lista mental siempre a mano: ¿qué vas a hacer hoy? ¿Cómo quieres que sea mañana, el mes que viene, el próximo año? Lo opuesto a 'mirada perdida' es estar alerta, urgente y vivo.
Intento ir al gimnasio tres veces por semana. No soy de los que se despiertan y vuelven a la cama, a menos que haga frío y llueva. Si falto demasiados días, lo noto de verdad: una rigidez que empieza a colarse aquí y allá. Si dejo que se instale… bueno, que Dios me ayude.
Estas son algunas de las 'zanahorias' que me cuelgo delante para salir por la puerta:
→ Un enorme batido o un capricho de cafeína espumosa después.
→ Ese cosquilleo de euforia por todo el cuerpo.
→ La mente más despierta.
→ La satisfacción de haber logrado algo.
→ Una buena siesta ganada a pulso.
→ Sentirme más suelto para bailar en los días siguientes.
En el gimnasio normalmente hago un circuito, pasando de una máquina a otra sin descanso, en círculo. Empiezo con la máquina de abdominales. Arlene dice que podría hacer 500, pero quizá esté exagerando un poco. Luego hago todas las máquinas de piernas religiosamente, porque mis piernas son dos de mis posesiones más preciadas. Y después el tren superior.
El ingrediente secreto es la música. La mayoría de mis tarareos y canturreos ocurren cuando voy de una máquina a otra. Y por 'voy' quiero decir que bailo. Sí, me has oído: ¡bailo! Y, si estoy realmente metido en ello, no soy un pajarillo silencioso; soy un barítono de Broadway.
Al final estoy empapado, con la sangre fluyendo de los dedos de las manos a los pies y con el ánimo por las nubes.
Bien, hoy, ¿qué toca ahora?